La igualdad de sexos como idea de progreso
Tomarnos en serio la igualdad de sexos como idea de progreso requiere que pongamos de manifiesto determinados consensos. Aunque no es mi objetivo hacer una historia de la cultura, sí que deseo llamar la atención sobre algunos elementos que han ayudado a consolidar ese capital social que es la igualdad entre los sexos.
Llegar hasta aquí no ha sido una combustión espontánea. Obedece a una profunda evolución histórica de las costumbres, la moral, las relaciones comerciales y el derecho. Más allá de que el análisis de estos elementos en el espacio y tiempo nos muestre cómo funciona la sociedad occidental, también nos sitúa en una dirección actualmente inapelable: la historia no acepta la determinación sexual.
En general, y siendo consciente de algunas elipsis históricas, podemos admitir que a medida que las sociedades han rechazado la arbitrariedad, integrado el desarrollo científico y asumido nuevos planteamientos económicos, culturales y sexuales de carácter irreversible, la igualdad entre hombres y mujeres ha ido adquiriendo la forma de un sistema normativo.
A partir del siglo XX, cuando la democracia se convirtió en la forma de gobierno predominante en el mundo, la igualdad entre los sexos vivió el que posiblemente haya sido, junto con el acceso de las mujeres a la educación, su paulatina incorporación al trabajo y el control de la capacidad reproductiva, uno de los acontecimientos más significativos: el sufragio activo y pasivo de las mujeres, es decir, el derecho a votar y a ser elegidas.
Hay que reconocer que la inclusión de la igualdad entre hombres y mujeres en los sistemas democráticos se ha realizado sin la violencia de la invasión, la guerra o la imposición de regímenes totalitarios. Obsérvese que esto no implica que la reivindicación se hiciera en todos los territorios de forma pacífica o que la inclusión del principio de la igualdad entre los sexos en las democracias modernas sucediera sin resistencias u operara de espaldas a la psicología del tabú.
Hace ahora un siglo, por su célebre lema “¡Acción, sí; palabras, no!”, las sufragistas británicas protagonizaron quizá una de las protestas más violentas en su conquista del voto.
Hartas de burlas y falsas promesas, algunas de ellas optaron por atacar la propiedad privada de los políticos. Su agresividad quedó patente al colocar una bomba en casa del político David Lloyd George (1863-1945), quien poco más tarde se convertiría en primer ministro.
Pese a que la estrategia nunca fue acabar con la vida del político sino causar el mayor daño a la propiedad privada, la radicalización del proyecto sufragista llevó a la escisión de sus componentes. Con el objetivo de marcar distancia en los modos y no en los ideales, muchas mujeres rechazaron la violencia y optaron por la resistencia pasiva, como fue el caso de la activista Charlotte Despard.
Evidentemente, la historia del sufragio se vivió de forma muy diferente en las diferentes democracias modernas. En el caso de España cabe poner de relieve dos cuestiones previas a la aprobación del sufragio activo femenino en 1931.
En primer lugar, a tenor de la ignorancia de algunos políticos actuales, la figura pionera que reivindicó el voto femenino en España no fue la política Clara Campoamor. Mucho antes lo hicieron la novelista Emilia Pardo Bazán (1851-1921), a través de La biblioteca de la mujer, y la escritora Carmen de Burgos (1867-1932), conocida también por su seudónimo Colombine, quien a través de la columna “El voto de la mujer” se posicionó a favor del sufragio femenino.
Aunque el sufragismo español fue lento, llegó al Congreso y al Senado en 1921. Sus peticiones por el voto femenino fueron reconocidas bajo la dictadura de Primo de Rivera, pero jamás se llevaron a término dado que no tuvo lugar ninguna convocatoria de elecciones.
Más tarde sería Clara Campoamor, desde el Partido Republicano Radical (que formaba parte de la Conjunción Republicano- Socialista) la que, con determinación y valentía, recogería en las Cortes la defensa del sufragio activo femenino.
En ese contexto, diputados como Hilario Ayuso, del Partido Republicano Federal, sentenciaba que las mujeres, a diferencia de los varones, solo podrían votar a partir de la menopausia, pues se les atribuía una supuesta debilidad psíquica y nula capacidad crítica hasta que acabase su etapa reproductiva.
Frente a él, aunque por motivos muy distintos, Margarita Nelken, del Partido Socialista (PSOE), y Victoria Kent, diputada del Partido Republicano Radical Socialista (PRRS), también mostraron su oposición al sufragio universal. En el caso de Kent, argumentaba que el sufragio femenino activo debía aplazarse hasta que las mujeres interiorizaran los valores de la República y no estuvieran influenciadas por la Iglesia católica.
Finalmente, el 1 de octubre de 1931, las mujeres adquirían el derecho al sufragio activo con 161 votos a favor y 121 en contra. Lo hicieron por primera vez en las elecciones de 1933. En esos comicios, ganó la suma de las derechas, perdiendo entonces sus escaños Campoamor y Kent.
Aunque muchos culparon entonces al voto femenino del fracaso de la izquierda, el análisis resultó superficial y equivocado. En 1936, en las que serían las terceras elecciones generales y las últimas de la Segunda República, la izquierda obtuvo la mayoría parlamentaria al presentarse unida bajo el Frente Popular.
Partiendo de estos ejemplos, la forma en la que se ha incluido la igualdad de los sexos en las democracias, con el empuje sin excepción del feminismo organizado, dista radicalmente de los métodos utilizados por Hitler en la Alemania nazi, Stalin en la Unión Soviética, el genocidio en Ruanda y George W. Bush durante la invasión de Irak en 2003. Es decir, el feminismo no ha llevado a ningún genocidio. Otro aspecto a tener en cuenta es que, en la sistematización de la igualdad entre los sexos en las democracias modernas, los administradores sociales no han utilizado la violencia para que la ciudadanía entienda las necesidades de dicho principio.
Una cuestión diferente sería, de un tiempo a esta parte, cómo ha evolucionado la igualdad de los sexos en el Estado moderno. O dicho de otro modo, cómo esa noción de igualdad entre hombres y mujeres se ha desvirtuado hasta el punto de que el Estado ha asumido el feminismo de género en su imposición del poder.
Aquí encontramos la desconexión entre lo que fue un avance y lo que se ha convertido en una trampa. El Estado se desenvuelve como un individuo bruto, pero no puede vivir sin su dosis de romanticismo. Hobbes no sentenció semejante profecía, pero es hora de asumir que hemos evolucionado: el Leviatán se ha feminizado.
La participación y liderazgo político de las mujeres pueden inspirar para consolidar socialmente el principio de la igualdad entre los sexos. Puede parecer disonante, pero en este juego conviven la impopular (al menos para el feminismo ortodoxo) Margaret Thatcher, Hillary Clinton, Elena Valenciano, Cristina Fernández de Kirchner, Irene Montero y hasta una personalidad de actualidad como es la progresista estadounidense Alexandra Ocasio- Cortez. Todas ellas participan o han participado en los tradicionales pedestales masculinos bajo la misma tensión simbólica entre la identidad individual y la identidad social.
Quizá una de las grandes diferencias entre el liderazgo de la dama de hierro y el de Ocasio- Cortez es que en muchas cámaras ya no se vende el ser mujer, sino que hay que ser mujer feminista. Es entonces cuando me pregunto: ¿es un accidente que hoy las principales voces feministas en política pertenezcan a la rama del feminismo de género y no del feminismo de la igualdad?
Nunca fue una broma
La respuesta cultural al feminismo es también una tendencia. Parapetado tras el resentimiento y la ira, el antifeminismo se ha convertido en el nuevo objeto de afección social. Pero esto no puede conducirnos al equívoco, dado que no significa que el fenómeno sea reciente ni que sea equivalente al machismo.
Mientras que el machismo se basa en la creencia de que el hombre es superior a la mujer tanto físicamente como intelectualmente y que hay que mantener un “orden natural” inherente a las diferencias biológicas, el antifeminismo promulga el rechazo a la emancipación politizada de las mujeres. El machismo es, sin duda, social y actitudinal: comprende no solo el pensamiento o conducta de un individuo, sino también, por ejemplo, instituciones, costumbres o tradiciones.
Por su parte, el antifeminismo es una reacción social ante la emancipación y organización politizada femenina. La historiografía muestra cómo el rechazo al feminismo ya aparece en el siglo XIX, especialmente centrado en la oposición al sufragio femenino y al acceso de las mujeres a los espacios de poder y de toma de decisiones. Un ejemplo de ello lo encontramos en Gran Bretaña. Donde las persecuciones, arrestos y torturas en régimen penitenciario se dirigieron virulentamente a las sufragistas.
Machismo y antifeminismo están relacionados, pero no siempre son o han sido correlativos. El primero hace referencia a la discriminación, exclusión y opresión de las mujeres por el mero hecho de serlo, al considerarlas seres inferiores o ciudadanas de segunda categoría, por ejemplo.
El antifeminismo es una respuesta negativa y de resistencia a la consecución y reconocimiento de derechos de las mujeres, así como a la articulación universal de sus derechos y demandas. Resulta significativo que, además de la apelación a la tradición hecha ley (como encontramos en la represión del sufragismo femenino), la religión y el fascismo también hayan sido elementos favorables para justificar el antifeminismo.
Por consiguiente, la aparición del antifeminismo está asociada a la materialización del principio de igualdad entre hombres y mujeres en el espacio político, suponiendo esto un cambio en los roles sexuales, el acceso a la educación, el derecho al trabajo, el ejercicio del voto femenino (activo, quiénes tienen derecho al voto, y pasivo, quién puede y bajo qué condiciones ser elegible), la igualdad ante la ley, el derecho a sindicarse o los derechos sexuales y reproductivos (como la anticoncepción y la interrupción voluntaria del embarazo).
De hecho, con respecto al aborto legal, baste recordar al conservador estadounidense Rush Limbaugh (1951), quien a principios de los años noventa acuñó el término feminazi (acrónimo de los términos feminista y nazi) para desprestigiar al movimiento feminista. Limbaugh argumentaba que las feministas, en su defensa de los derechos sexuales y reproductivos, estaban interesadas en incentivar tantos abortos como fuera posible.
La diatriba de Limbaugh, malintencionada, propagandística y entroncada en los medios de comunicación de derechas, además de ligar el feminismo con una ideología fascista, antisemita, racista, homófoba y represiva, responsable de uno de los asesinatos sistemáticos más importantes de la historia, carecía del más absoluto rigor. Y, por supuesto, no se sustentaba en ningún hecho ni dato que verificara aquella provocación.
Seguramente, muchos de los partidarios del término feminazi apenas hayan reflexionado sobre su contexto y la ética de Limbaugh, en especial su tendencia a difundir información engañosa sobre ciencia, política y feminismo. Su actitud es una vasta entronización del radicalismo y la manipulación en cualquier tema que contradiga sus creencias o amenace su subjetividad.
Michiko Kakutani, en La muerte de la verdad: notas sobre la falsedad en la era Trump, reseña la predilección de Limbaugh por exaltar el pensamiento conspirativo (“los científicos”, como llevan una bata blanca, parecen gente uniformada y, por tanto, fiable. Pero son fraudes: están todos comprados y pagados por la izquierda”) y recuerda la influencia de Limbaugh en el estilo de comunicación de Donald Trump, actual presidente de EE.UU.
No obstante, el antifeminismo moderno trata hoy de convencer de un modo distinto al que ya conocíamos. Sigue siendo una respuesta a las transformaciones sociales, pero ya no se justifica exclusivamente a propósito de un autócrata que defiende la tradición, la religión o la inferioridad de la mujer en un régimen totalitario o en su propio programa de radio ultraderechista, al más estilo Limbaugh de los años noventa.
Ahora, el antifeminismo cala de una forma más general y permeable a través de las redes sociales y la asunción del antifeminismo como elemento distintivo en el programa de algunos partidos políticos. Pero, en este contexto, el cambio más considerable no lo marcan los medios que hacen posible su transmisión sino su nueva carta de presentación.
En primer lugar, es esclarecedor constatar que, para refrendar su discurso y convicciones, el antifeminismo tenga hoy que jugar la baza del victimismo. Éste es su modo de asentar una identidad rígida, perpetuar el resentimiento y alimentar la guerra de sexos. No es que se reduzca a la ofensa, es que finge una injusticia. Y esto, como ya sabemos, es ideal para despojar a las personas del criterio de la duda.
La retórica aduladora del antifeminismo es el sentimiento imaginario del daño. Para hacer que funcione necesita no solo negar la historia y azuzar un estadio de nihilismo absoluto en el individuo sino también, como no podría ser de otra forma, acceder al poder del Estado. Para hacer frente al agravio, defiende que nadie se libera de la dictadura del feminismo hegemónico sin tener el control de los aparatos gubernamentales que hace posible cualquier ingeniería social.
Sin embargo, el antifeminismo no busca corregir los excesos del feminismo hegemónico o bajo un espíritu crítico, subvertir sus demagogias y ausencias. No está interesado en comprender y conocer las relaciones entre los sexos, en dar soluciones prácticas a los problemas de las mujeres o a las dificultades de los hombres del siglo XXI. Reivindica una agenda de corte populista y emprende la búsqueda de su particular elefante rosa.
En definitiva, no hay una entrega a la verdad ni a la justicia social, sino, en efecto, lo que lo mueve es el espíritu de la venganza, de la sinrazón y, de una forma quizá más sutil, la aniquilación psíquica del sujeto, especialmente cuando utiliza a las víctimas de forma interesada.
En segundo lugar, el antifeminismo emplea su ideología de dos formas: retroalimentando el carácter crédulo del hooligan o, en su defecto, como lubricante del tradicionalismo.
En el primer modo no basta con cautivar, el antifeminismo necesita despojar a quien convence de que capacidad analítica, de su agencia. Lobotomizar es la esencia de su proyecto. Encumbrado bajo una apariencia de heroicidad, el hooligan antifeminista no calibra la credibilidad del discurso, ni enraíza sus ideas en una ética universal. Su condición imprescindible es reproducir y no pensar. Su servilismo es fruto de la fascinación discursiva: el antifeminismo se perfila como la encarnación del Bien frente a la amenaza feminista.
En el segundo caso, encontramos mentes deseosas de poder enmendar sus intereses particulares en la mentira. El irracionalismo aquí no responde a la mera imposición de una venda. No solo hay una identificación del antifeminismo como Bien, como equivalente a un modelo de orden social y justicia, hay asimismo un componente profundamente reaccionario, dado que esos intereses se reproducen, a grandes rasgos, a la fortificación de la tradición como renovado pater familias, la recuperación de los valores de la religión cristiana como guía moral para la vida y la patologización de la diversidad sexual.
De todo ello y pese a su antagonismo, podemos concluir que el antifeminismo y el feminismo hegemónico, tienen como elemento común el victimismo. En él confinan sus reivindicaciones y ortodoxias. Posiblemente también comparten una tendencia exacerbada hacia el populismo y la domesticación del sujeto: solo si les das la razón serás bueno.
De modo que sus semejanzas ilustran la complejidad del momento y la urgente necesidad de un rearme ético e intelectual en el movimiento feminista. Al menos, si aún no hemos perdido el sentido común y el democrático.
(Loola Pérez. Maldita feminista. Hacia un nuevo paradigma sobre la igualdad de sexos. Seix Barral. Editorial planeta. Barcelona. 2020)