Las mentiras que una sociedad necesita contarse a sí misma para funcionar de una determinada manera son como constelaciones de infinitas estrellas que giran en torno a un centro gravitacional. Una vez sentado este núcleo, el margen de acción en el que pueden mentir los periódicos y los intelectuales en general puede llegar a ser muy amplio. Pero siempre hay dos o tres mentiras fundamentales son las cuales se desvanecerían todas las demás. Son auténticos focos ideológicos que conforman lo que podríamos considerar la mitología de cualquier sociedad, también de la nuestra.

Existen dos mitos fundamentales sin los cuales se haría mucho más difícil mentir en la sociedad capitalista. El primero es el mito del liberalismo económico. El segundo puede resumirse en la idea de que el capitalismo histórico ha sido y sigue siendo compatible con un Estado de Derecho.

El peso y el poder de convicción que ambos mitos tienen actualmente es muy desigual. El primero, podría decirse que se mantiene creíble tan solo a base de propaganda, porque ha sido eficazmente desmontado y desarticulado a nivel académico por los historiadores. Por el contrario, el mito de la compatibilidad histórica entre capitalismo y Estado de derecho no es solo una cuestión de propaganda. Se trata de un mito tan imprescindible que ha sido necesario convertirlo en una especie de verdad incuestionable incluso en medios científicos y académicos, lo que no se ha podido conseguir sin la complicidad de un número importante de historiadores y pensadores con fama de respetables. Pero veamos más de carca la función y el destino que cada uno de estos mitos ha tenido en nuestros días.

PRIMER MITO: el mito del liberalismo.

En relación con el primero de estos mitos, hay que decir que el neoliberalismo apenas trata ya siquiera de disimular su carácter ideológico. Cuando los defensores del neoliberalismo se atreven todavía hoy a discutir en el terreno académico, acaban sistemáticamente haciendo el ridículo. El liberalismo económico se ha pretendido exportar siempre a los países de la periferia mientras las grandes metrópolis occidentales se protegían hábilmente de los indeseados- y a menudo letales- efectos de la economía de mercado. Las recetas del liberalismo económico han servido siempre para los otros, pero jamás para nosotros mismos, jamás para las grandes potencias que tanto se han afanado en extender la ley del libre mercado por el mundo.

En todo caso, para cualquier historiador honrado resulta innegable que los “planes de ajuste estructural”, que los promotores del liberalismo económico han obligado a adoptar a tantos países han llevado al planeta a convertirse en una especie de “tercer mundo global”. Los países que, desde los años sesenta, se han considerado en “vías de desarrollo”, podría decirse que se han desarrollado tanto más al revés cuanto más han acatado las órdenes neoliberales que, de un modo u otro, las grandes potencias  les han forzado a cumplir. Se habla siempre de Chile como prueba de lo contrario, pero no se encuentra otro ejemplo, porque no lo hay. Y, mirando más de cerca los datos socioeconómicos, resulta que no siquiera Chile vale como ejemplo creíble. Además, intentar poner a Chile como ejemplo se encuentra con la importante dificultad de tener que presentar a Pinochet (uno de los dictadores más implacables de todo el siglo XX) como un modelo de talante liberal. La coartada para explicar el ininterrumpido fracaso de los programas neoliberales es decir que no han sido suficientemente neoliberales. Pero este sarcasmo es insostenible para cualquier economista serio, y ridículo para cualquier historiador honrado, tanto más después de la crisis argentina de 2002: nunca antes un país había aplicado con tanto celo las recetas neoliberales, nunca antes se habían hecho con tanto esmero los deberes del “plan de ajuste estructural” y el resultado fue, en consonancia, una catástrofe económica inédita hasta entonces (solo comparable al descalabro de Rusia y Europa del este). Lo que, echando un vistazo a la historia, salta a la vista es, más que nada, la incompatibilidad radical entre la economía liberal y las posibilidades más elementales de supervivencia para la sociedad.

A este respecto, tenía toda la razón Karl Polanyi cuando decía- hace ya más de sesenta años- que el proyecto liberal de un mercado autorregulador( en el que la tierra, el trabajo y el dinero aparecían como mercancías) era la utopía más insensata y suicida que jamás ha emprendido la humanidad. Cuando, en 1931, Gran Bretaña abandonó el patrón oro era ya evidente que este absurdo sueño utópico se había venido abajo enteramente. En realidad, no podía sorprender a nadie que el intento de aniquilar todas las instituciones sociales y sustituirlas por el mercadocondujeranecesariamentealatotaldesintegracióndelassociedades.lasrazonessonmásomenossencillas.Yasabemos que el capitalismo es una especie de Cronos incapaz de permitir ese mínimo de tranquilidad imprescindible para la vida ciudadana. La única posibilidad de la ciudadanía pasa por la construcción de instituciones capaces de resistir sus embestidas. Cuando una sociedad, en vez de aplicarse con todas sus fuerzas en esta tarea, se dedica más bien a desmontar todas sus instituciones para sustituirla por el mercado, el resultado no es, como prometían los liberales, una eficiente sociedad del mercado  donde reina la armonía; el resultado ni siquiera es una ineficiente sociedad donde reina la discordia. El resultado es, sencillamente, la disolución completa de toda posible forma de sociedad, la desaparición del mínimo de humanidad necesario para la vida social.

Los países occidentales, no tardaron en abandonar el disparate de un mercado autorregulado y en imponer regulaciones institucionales muy estrictas al mercado en general y a los mercados del dinero, tierra y trabajo, en particular. Ahora bien, precisamente el tipo de cosas que termina siendo imprescindible regular institucionalmente nos da una idea muy aproximada de cuáles son los efectos que se producen en ausencia de esas regulaciones. Tomemos algún ejemplo que nos recuerda a Marx a propósito del mercado de trabajo: en 1833, el parlamento inglés redujo a 12 horas íntegras de trabajo la jornada laboral para los muchachos de 13 a 18 años. En 1852, la clase obrera francesa defendió con uñas y dientes la ley que reducía a 12 horas la jornada laboral contra los planes de Luis Bonaparte (que procuraba congraciarse con la burguesía). En Austria, en 1860, se estableció la misma restricción a 12 horas para los chicos entre 14 y 16 años, y en Zurich se limitó a 12 horas en trabajo de los niños mayores de 10 años.

Nos encontramos, pues, con que eso de que los niños de 10 años trabajen “sólo” 12 horas diarias es algo que hace falta imponer institucionalmente contra las reglas que imperan cuando el mercado se autorregula.

Como decimos, la verdad es que los países occidentales abandonaron muy pronto esa utopía criminal a la que llamamos economía de mercado. Desde el principio inventaron procedimientos mediante los que poder defenderse del automatismo mercantil respecto del trabajo, la tierra y el dinero: se dictaron legislaciones laborales intervencionistas para protegerse del mercado de trabajo; medidas arancelarias sobre los cereales para protegerse del mercado agrícola; y mecanismos bancarios de creación de dinero fiduciario para protegerse de las fluctuaciones genocidas del libre comercio mundial mediante la creación de una moneda nacional ( o comunitaria) socialmente estable, a salvo de las imprevisibles contingencias del mercado trasnacional. Jamás se cumplió entre nosotros el sueño delirante del liberalismo económico, la utopía de una economía internacional autorregulada por el mercado, capaz de imponerse sobre las consideraciones tradicionalistas, religiosas, políticas, nacionalistas o tribales.

Y en cuanto tuvieron oportunidad, los países más poderosos del mundo adoptaron un proteccionismo de urgencia que les permitiera sobrevivir como naciones-estado. Reivindicarse como naciones y asegurar la fortaleza de su dinero bancario era la única solución que pudieron encontrar contra las amenazas del mercado.

A finales del siglo XX, la media de los gastos estatales de los países de la Unión Europea rondaba el 47 por 100 del Producto Interior Bruto. Y la economía privada tampoco parecía apostar por un modo de organización muy acorde con los principios del mercado autorregulado y el liberalismo. Para empezar, la actividad económica se gestionaba cada vez más a través de gigantescos entramados industriales y comerciales que manejaban recursos económicos muy superiores a los de la mayoría de los países, y empleaban a cientos de miles de personas en una organización altamente jerarquizada y disciplinada que nada tenía que ver con el mercado. En el interior de esas gigantescas organizaciones empresariales, por supuesto, a nadie se le ocurría proponer que el modo más eficiente de organización pasaba por introducir mecanismos de mercado. Cualquier gran empresa sabía que eso era un disparate que conduciría a su ruina. La actividad económica de esos gigantes empresariales (mayores que países enteros) se basaba en los principios de planificación y organización centralizada. Habida cuenta de que el grueso de la actividad económica estaba o bien en manos de un puñado de estados muy potentes o bien en manos de un puñado de organizaciones empresariales totalmente centralizadas, el resultado era una economía controlada desde menos centros de decisión que en la propia Unión Soviética (y no, ni mucho menos, un mercado autorregulado en el que había tantos centros de decisión económica como individuos pululando en el mercado). Además, el capital privado también exigía una fuerte protección estatal mediante el control de la oferta monetaria, la adecuación de la política fiscal a las necesidades productivas, el saneamiento dirigido de las pérdidas de capital, la domesticación intervencionista de los monopolios y, en última instancia, el franco intervencionismo militar. Las grandes potencias occidentales y los grandes capitalistas hacían ya mucho tiempo que no querían picar el anzuelo del liberalismo. De hecho, jamás habían estado dispuestos a subordinar sus beneficios económicos a la libertad; ni siquiera  a la libertad de mercado. Esto, y solo esto, es capaz de explicar que, en los momentos históricos en los que el capitalismo se ha visto amenazado, haya apostado con entusiasmo por cualquier tipo de intervención política siempre y cuando asegurase su producción de beneficios. Ni hoy ni nunca el liberalismo económico ha sido un sistema deseable para quienes lo proclaman, sino, más bien, un sistema que los más poderosos pretendían siempre imponer a los otros, a los que no eran capaces de concitar las fuerzas suficientes para defenderse por sí mismos del mercado.

Así pues, no es cierto que con el derrumbe de los regímenes socialistas del este europeo y el simbólico derribo del muro de Berlín (1989) “nuestro modelo económico” se hiciera casi completamente universal. Nuestro modelo económico ha seguido siendo privilegio exclusivo de los grandes. Lo que entonces se logró, para regocijo de las grandes potencias y las poderosas corporaciones económicas occidentales, es imponer el liberalismo económico al 82 por 100 de la población mundial, incapaz de hacer ya nada por defenderse de la vorágine del mercado. Nosotros, mientras tanto, seguíamos, como siempre, bien protegidos del propio sistema que nos dedicábamos a predicar; así pues, en el fondo, y gobernase quien gobernase, nos podíamos seguir permitiendo el lujo de ser “socialdemócratas” mientras el resto del mundo era ya liberal. Y en el colmo del cinismo, seguir condenado como “anacrónica” intentona “comunista”, “totalitaria” o “antidemócrata” cualquier proyecto socialista emprendido allende las fronteras de Occidente.

Los que hoy vemos arriesgar su vida y la de sus hijos intentando cruzar la frontera que separa el miserable mundo en el que viven de nuestro confortable. Primer Mundo, no huyen de terribles regímenes comunistas, sino del capitalismo en estado puro, en un estado tan puro como ya no existe en ninguno de nuestros protegidos países: huyen de la fría, ciega y genocida libertad  del mercado. Intentando saltar ese otro “muro de la vergüenza” que son las alambradas de nuestras fronteras. En España han muerto ya, solo en el año 2006, se calcula que entre 700 y 3.000 personas. El número de los que murieron intentando saltar el muro de Berlín entre 1961 y 1989 se discute hoy en día si fue de 86 o de 262.

En la actualidad, la embestida neoliberal que venimos sufriendo desde los años ochenta del siglo pasado se esfuerza vanamente en ocultar un intervencionismo y un proteccionismo estatal de extrema derecha. En realidad, el neoliberalismo de hoy es, al igual que el de ayer, un mortífero instrumento de clase. Quizá en otro tiempo resultó más creíble, pero, pese a la propaganda y el trabajo ideológico, pocos pueden ya albergar dudas sobre lo que realmente significó el sueño liberal del siglo XIX, la utopía de un mercado autorregulador a escala planetaria. El hecho incontrovertible es que las potencias que más predicaron el liberalismo, como Inglaterra, jamás aceptaron aplicarse a sí mismas las reglas del libre comercio. El liberalismo era, desde luego, una “receta” que querían ver funcionando solo en cabeza ajena. Pero eso sí, la pasión con la que deseaban imponerlo e otros era tal que también estaban dispuestos a renunciar a procedimientos liberales para conseguirlo. Si a alguna sociedad sin fuerza suficiente para resistirse se le ocurría poner reparos al libre mercado, la respuesta no sería el desembarco de miles de liberales cantando alabanzas a la libertad. Sabemos muy bien lo que les pasó a los que libremente decidieron no dejar que se lo aplicaran.

Nos limitaremos a citar un ejemplo: en 1864, el embajador inglés en Buenos Aires, Edward Thorton, envió un informe a Londres sobre el comportamiento del presidente de Paraguay, Francisco Solano López, explicando cómo “estaba infringiendo todos los usos de las naciones civilizadas”. Textualmente, los delitos eran los siguientes: “los derechos de importación sobre casi todos los artículos son del 20 o 25 por 100. Los derechos de exportación son del 10 al 29 por 100”. En 1865, Brasil, Argentina y Uruguay, financiados por los bancos ingleses, invadieron Paraguay y lo “civilizaron”: exterminaron a cinco sextas partes de la población. En 1865, Paraguay tenía un millón y medio de habitantes; en 1870, al final de la guerra, 250.000.

Este caso y varios centenares más que podrían señalarse, han sido suficientemente recordados por los historiadores como para levantar la voz de alarma respecto a la historia del liberalismo económico y sus pretensiones de legitimación.

SEGUNDO MITO: la compatibilidad entre capitalismo y Estado de Derecho.

No ocurre lo mismo respecto al otro núcleo mitológico de la sociedad capitalista actual. El mito de que el capitalismo es compatible con un Estado de Derecho más o menos saludable, es decir, con un marco legal en el que las leyes siempre pueden corregir las malas leyes, ha sido muy poco desautorizado por los historiadores. A este respecto, además, las izquierdas mordieron a menudo el anzuelo y contribuyeron  ellas mismas a engrosar el error, al convertir la idea de un Estado de Derecho en un elemento de la superestructura ideológica de la sociedad burguesa. Así pues, la idea de que democracia, derecho, parlamentarismo, división de poderes, ciudadanía, etc., eran conceptos que se copertenecían naturalmente con el orden burgués de la sociedad capitalista, se enquistaba más y más, tanto para la derecha como para la izquierda.

Este tejido mitológico encubre la verdadera naturaleza de las cosas. Los datos incontrovertibles de la historia no demuestran que el capitalismo sea compatible con la democracia, sino, más bien, que el capitalismo jamás ha permitido a la democracia pronunciarse contra el capitalismo. Se trata de una ley que Henry Kissinger. El que era entonces secretario de Estado de EEUU, enunció muy certeramente en 1973, con ocasión del golpe contra Allende: “si hay que elegir entre sacrificar la economía o la democracia, hay que sacrificar la democracia”. Así pues, la cosa no es tanto que el capitalismo sea compatible con un marco legal para corregir las malas leyes, sino si está dispuesto a conservar ese marco legal en el caso de que las malas leyes a corregir afecten al capitalismo mismo. La copertenencia entre capitalismo y democracia dejaría así de ser un dato histórico para convertirse en una tautología.

A este respecto, podemos recordar una broma muy significativa que hizo, hace ya cosas de quince años, el intelectual español Fernando Savater. Corrían precisamente esos tiempos en los que la caída del muro de Berlín y los temores de que la izquierda no tuviera muchas posibilidades de sobrevivir obligaban a un replanteamiento general de todas las categorías habituales del pensamiento político.  Con la agudeza sofística que le es característica, Savater nos explicó entonces que el capitalismo era como el tubo digestivo de la sociedad y que la izquierda anticapitalista, es decir, los comunistas, éramos un invento tan fenomenal como el Alka-Seltzer (un antiácido analgésico que por entonces estaba de moda para los dolores de estómago). Mientras la izquierda se conformara con este papel, obligando al capitalismo a tener cierta sensibilidad social y política, a respetar ciertos espacios públicos y ciertas cotas de “estado del bienestar”, cosa que es verdad que el capitalismo no habría respetado nunca son la presión sindical de la izquierda, todo iría perfectamente.

Ahora bien, lo que sí parecía que había quedado definitivamente superado por el curso de la historia era lo que Savater llamó entonces el “síndrome de Lenin”: el intento de convertir el Alka-Seltzer en tubo digestivo. Esto sí que parecía, sin duda, una disparatada pretensión felizmente superada por los acontecimientos.

Esta ocurrencia venía, en realidad, a señalar lo que los intelectuales con voz y voto en el espacio público iban, en adelante, a considerar los límites del Estado de Derecho: había Estado de Derecho mientras éste no se utilizara para hacer experimentos absurdos como intentar convertir el Alka-Seltzer en tubo digestivo, es decir, mientras el anticapitalismo no tuviera ninguna posibilidad de imponerse. Este asombroso razonamiento implicaba, si se piensa bien, que, en una democracia parlamentaria, es benéfico, útil y saludable que las izquierdas tengan entera libertad y perfecto derecho a pasarse la vida intentando ganar las elecciones, pero no que puedan ganarlas, pues el anticapitalismo no es realmente una posibilidad política, sino un disparate y un contrasentido  por lo mismo que un antiácido puede aliviar los dolores de estómago, pero no convertirse en estómago). Lo que no suele explicarse es qué lo que habría que hacer en el caso de que ocurriera un accidente electoral de este tipo. Augusto Pinochet, en cambio, menos ocurrente que nuestros intelectuales, fue en su momento muy realista:”Estoy dispuesto a aceptar el resultado de las elecciones, con tal de que no gane ninguna opción de izquierdas”, declaró días antes de que Patricio Aylwin las ganara.

Quizás hay quien considere injusta esta comparación con Pinochet. Al fin y al cabo, los intelectuales, al contrario que los militares, mienten y se equivocan, pero no disparan. En todo caso, hay muchos intelectuales de gran éxito mediático a los que la historia del siglo XX no les ha dado la razón más que a fuerza de otorgársela a Pinochet. Y en efecto, “la filosofía”, de Pinochet resultaba, en el fondo, muy acorde con las convicciones que la mayor parte de nuestros honorables intelectuales escondían en las profundidades de su corazón. Lo que sí es seguro es que, por continuar con la afortunada metáfora, lo que, por su parte, demostraba la historia era que, a la postre, en nuestras democracias occidentales los comunistas han tenido siempre el derecho de ejercer de Alka-Seltzer, pero no el de ganar las elecciones y legislar sobre el tubo digestivo de la sociedad.

Este es el motivo por el que podemos contestar negativamente a la pregunta ya planteada de ¿ocurrió alguna vez que las leyes dijeran a la izquierda lo mismo que antaño le dijeron a Sócrates, “o nos convences o nos obedeces”? Mientras exista el más mínimo resquicio de un marco en el que se pueda cambiar legalmente la ley, incluso la peor de las leyes merece ser obedecida. Pero ese marco no existió jamás cuando lo que se trataba de corregir era el capitalismo mismo. Así pues, no es que los comunistas y los anarquistas optaran insensatamente por la revolución; es que no se les dejó otra opción, pues el marco parlamentario dejaba de existir tan pronto como había la posibilidad de que ellos ganaran las elecciones.