Muchos han sido los best sellers que han contribuido a solidificar en nuestra mente la idea de que el cerebro masculino y el femenino son distintos. Los hombres son de Marte, las mujeres son de Venus o Por qué los hombres no escuchan y las mujeres no entienden los mapas son solo dos ejemplos de libros que han ayudado a popularizar esta creencia. Estos estereotipos, además, se han basado en algunos estudios de la década de 1990, que aseguraban que la habilidad verbal de las mujeres era más precisa que la de los hombres, o que ellos tenían mejores capacidades espaciales que ellas. También ha calado la idea de que el cerebro femenino está mejor cableado para trabajar en “multitarea”, y el masculino, para resolver problemas mecánicos. Sin embargo, hasta ahora, los datos han sido muy pobres y no hay suficiente base científica para asegurar que existan esas diferencias entre géneros.
Investigadoras en neurociencia y psicología como Lise Eliot o Cordelia Fine han mostrado que esas diferencias no son tales, y que los cerebros de mujeres y hombres se parecen más de lo que creemos. Eliot, bromeando, comenta que “en vez de creer que las mujeres son de Venus y los hombres de Marte, tendríamos que decir que las mujeres son de Dakota del Norte y los hombres de Dakota del Sur”, porque, al fin y al cabo, nuestros cerebros son más similares de lo que creemos. ¿Por qué entonces, hemos asumido durante mucho tiempo que teníamos cerebros diferentes?
La respuesta es simple: aunque nos hayan convencido de lo contrario, la ciencia no siempre es neutral. Cordelia Fine, en un artículo publicado en la revista Science, alerta de que en la neurología también existe el sexismo- llamado neurosexismo-, y eso sesga la manera en que los científicos interpretan los cerebros. Considera que los estudios que determinan que los cerebros de los hombres y de las mujeres son diferentes, en realidad, dicen más de los estereotipos que tienen los investigadores que los han llevado a cabo, que de los resultados realmente obtenidos. Para determinar que había neurosexismo, tuvo que revisar todos los estudios de neurociencia originales que se habían hecho hasta la fecha. Encontró que había enormes discrepancias entre lo que mostraba una neuroimagen y las interpretaciones, conclusiones y afirmaciones que se extraían de ella, y concluyó que las dos terceras partes de los estudios de neuroimagen hechos entre 2009 y 2010 presentaban estos sesgos.
Fine asegura que los neurocientíficos apenas están empezando a entender cómo funciona el cerebro, y denuncia que en muchos casos se recurre al uso de asunciones implícitas o ideas preconcebidas para explicar diferencias que no saber a qué atribuir, aun teniendo pocos datos a los que acogerse. En su opinión, las afirmaciones sobre las supuestas diferencias entre los cerebros masculinos y femeninos se basan en estereotipos de género. Al final, los científicos no se escapan de la misma cultura sexista de la que formamos parte, y eso influye en cómo interpretan el mundo, pero también en cómo se diseñan e interpretan sus investigaciones.
Lise Eliot, neurocientífica y autora del libro Pink Brain, Blue Brain, también ha puesto en tela de juicio muchos estudios neurológicos, teóricamente objetivos, que evalúan “desigualdad” de cerebros entre sexos. Afirma que, aunque hay diferencias, estas no explican los desiguales comportamientos entre hombre y mujeres. Eliot pone un ejemplo demostrativo: se ha considerado que una de las características que hace que los humanos tengan una inteligencia única es el gran volumen del cerebro respecto a su cuerpo. El cerebro masculino es un 11% más grande que el femenino; las mujeres, por tanto, siempre han tenido un cerebro más pequeño. Sin embargo, Eliot recuerda que en la ciencia no siempre se ha tenido en cuenta otro dato: que los hombres también son un 15% más grande que las mujeres. Por tanto. Hombre y mujeres tienen un tamaño de cerebro igual, proporcional a su cuerpo. Llama la atención, pues, que durante una época se considerara a las mujeres menos inteligentes por su capacidad craneal y, en cambio, que a nadie se le ocurriera decir que son más inteligentes los hombres altos y grandes que los bajitos y delgados.
Esta autora, además, afirma que “la diferencia (entre los cerebros de diferente sexo) no es tan grande como reforzamos culturalmente”. Como Cordelia Fine, Eliot defiende que la interpretación de la neuroimagen está sesgada por los estereotipos. Descubre que experimentar diferentes circunstancias vitales provoca más diferencias en los cerebros que el propio sexo. Es decir, muestra que hay más diferencias cerebrales dentro del mismo sexo entre las personas que han sido padres-madres y las que no lo han sido, que entre hombres y mujeres. También se han hallado más distinciones cerebrales entre aquellas personas que han crecido en religiones distintas, que las que pueden apreciarse entre hombres y mujeres.
Si se han encontrado diferencias entre cerebros masculinos y femeninos, estas nunca han podido relacionarse con las áreas cognitivas, como las zonas de raciocinio, las emociones o la memoria. Así lo confirma una de las últimas investigaciones en neurociencia, liderada por Daphna Joel en 2015, “Sex Beyond the Genitalia”, que no observó diferencias de género en la materia gris, la blanca o en las conectividad cerebral. Sostiene que las pequeñas discrepancias se deben más a la interacción con el entorno que al determinismo biológico. Por tanto, no hay cerebros típicamente femeninos o masculinos, sino que el cerebro humano es un mosaico de características masculinas y femeninas: el hermafroditismo cerebral se convierte en la norma.
Si el cerebro es casi igual, entonces ¿por qué nos comportamos de forma distinta? Ramón y Cajal, premio Nobel de Medicina, aseguró hace ya más de un siglo que cada uno puede convertirse en el “escultor de su propio cerebro”. Se ha descubierto que el cerebro es bastante eficiente en remodelar las conexiones entre sus neuronas para adaptarse mejor al medio; es lo que se ha llamado plasticidad cerebral.
Muchas veces, las diferencias entre hombres y mujeres se han percibido como si fueran naturales, fijadas e invariables a lo largo del tiempo. Pero, en realidad, nuestro cerebro es mucho más flexible y más plástico de lo que pensamos, y puede ir variando a lo largo de los años según las experiencias sociales que vivimos. Esto permite que el ambiente en el que crecemos, nuestras experiencias y las interacciones sociales con otros individuos desempeñen un rol importante en la organización del cerebro.
Que los humanos tengamos una plasticidad del cerebro alta, es decir, que tengamos cerebros más sensibles al contexto que nos rodea, facilita que las personas podamos adaptarnos mejor a los constantes cambios que se producen en nuestras vidas. Esto es una de las características puramente humanas, ya que nuestros cerebros son más susceptibles a influencias externas que, por ejemplo, los de los chimpancés. Con cerebros más plásticos se consigue una mejor adaptación a un ambiente determinado y, por tanto, una mayor supervivencia.
Como advierten estas autoras, la neurociencia tendría que tener más cuidado en la interpretación de los resultados que impliquen diferencias de género. Las consecuencias de una mala interpretación de este tipo de resultados pueden tener una repercusión en cómo se trata a las chicas y a las mujeres, y reforzar los mismos estereotipos creados. Además, este tipo de resultados puede cuestionar la validez de las chicas en la educación, el mundo laboral o la salud mental y engrosar la desigualdad de género.
(Silvia Claveria. El feminismo lo cambia todo. Editorial Paidós. Barcelona. 2018)