La ambición de la filósofa Nancy Fraser es conseguir que coincidan las tres dimensiones-simbólica, económica y política- de la justicia social. Una tarea difícil en un mundo cada vez más abierto en el que esas aspiraciones pueden entrar en competencia.
Nacida en 1947 en Baltimore, Nancy Fraser ha dado clases durante mucho tiempo en la Northwestern University antes de convertirse en profesora de filosofía y ciencias políticas en la New School for Social Research de Nueva York. También es la redactora jefa de Constellations, una “revista internacional de teoría crítica y democrática”. En 2008-9, ocupó la cátedra Blaise Pascal de la escuela de altos estudios en ciencias sociales (EHESS) en París.
Ha publicado con Axel Honneth ¿Redistribución o reconocimiento? en 2006.
Nancy Fraser no tiene nada de filósofo en su torre de marfil. Se ha ocupado constantemente de las luchas sociales y de inscribir su reflexión teórica en el combate por la justicia. Esta gran figura de la filosofía americana se propone hacer productiva su tensión personal entre su interés por las cuestiones más abstractas y el compromiso, que siente como algo “corporal”.
Nacida poco después de la II Guerra Mundial en Baltimore (Maryland), combatió desde muy joven la segregación racial que pervivía en esta ciudad del sur de Estados Unidos. Cuando estaba aún en el instituto, luchó porque los negros pudieran acceder a todas las peluquerías, los autobuses, los restaurantes…
Fue el principio de un largo recorrido militante, típico de la generación del 68 estadounidense, que la condujo a comprometerse en el movimiento estudiantil, a luchar contra la guerra de Vietnam y a comprometerse con la causa feminista. Incluso abandonó la universidad, después del primer ciclo, para militar a tiempo completo a favor de los sin techo durante cinco años. Pero este compromiso no fue plenamente satisfactorio para ella: volvió a las aulas y obtuvo su doctorado en filosofía antes de convertirse en profesora.
“No soy una pensadora puramente conceptual”, nos explica. “Siempre he tratado de comprender los retos políticos y sociales de nuestro tiempo, así como las posibilidades de emancipación”. Se ha dedicado intensamente al análisis renovado del espacio público y a la teorización de la justicia social. Desde su punto de vista, la justicia es compleja, multidimensional, y presenta hoy nuevos desafíos, por lo que no se puede reducir a la cuestión del reconocimiento, aunque no niegue su importancia.
¿Pero cómo articular las dimensiones económicas, culturales, políticas de la justicia en un mundo global en que los problemas son, cada vez más, transnacionales y en que las diferentes partes no se entienden en los términos del debate? Hemos entrado, para retomar su expresión, en la era de una “justicia anormal” en que ya nada se da por sentado ni por hecho.
En los debates sobre la justicia, usted se ha concentrado en articular la redistribución y el reconocimiento. ¿En qué contexto ha emprendido ese camino?
Empecé a trabajar en esta cuestión a mediados de los años 1990. Había, sobre todo en Estados Unidos, un divorcio en el seno de la izquierda entre los que adoptaban una perspectiva económica o distributiva y una nueva corriente que se interesaba por las “políticas de reconocimiento” y focalizaba su atención en las cuestiones de identidad y de diferencia, en particular de las minorías.
Los primeros tenían una visión marxista de la justicia social, se atenían a los aspectos económicos de la dominación y utilizaban el concepto de clase social. Los segundos, valedores del reconocimiento, se interesaban más por las dimensiones culturales y simbólicas de la dominación que pesaba mucho sobre un determinado número de grupos sociales como los negros, las mujeres, los gays y las lesbianas… Entre estas dos corrientes había una gran desconfianza: los primeros estimaban que los segundos perdían de vista lo esencial, a saber, la realidad económica de la cuestión social, Por su parte, los “culturalistas” consideraban que los primeros estaban pasados de moda, que eran reduccionistas, marxistas que no habían entendido nada de la dominación simbólica.
Yo estaba convencida de que esta división era improductiva y de que ambos grupos tenían parte de razón. Así que intenté integrar esos dos paradigmas: la redistribución y el reconocimiento. Mi idea era que ninguno de los dos planteamientos incluía todo los tipos de injusticia de nuestro mundo. Los marxistas estaban equivocados al pensar que se podía reducir todo a la economía y los culturalistas no tenían razón al creer que se podía reducir todo al orden simbólico.
Sin embargo, parece que la cuestión del reconocimiento ha pasado al primer plano, en particular en Estados Unidos…
Sí, ha habido un cambio importante a principios del los años 1990 en el lenguaje utilizado por los movimientos que luchaban por más justicia. Mientras que antes el lenguaje dominante era el de la redistribución, desde ese momento ha prevalecido el de la identidad, la diferencia y el reconocimiento. Eso me lleva a realizar dos serias críticas.
En primer lugar, está lo que llamo el problema de la exclusión. Los culturalistas han hecho una crítica legítima y válida del economicismo. Pero en lugar de sintetizarla en una representación enriquecida de la justicia, que habría integrado las dos dimensiones, el reconocimiento ha excluido la cuestión de la redistribución de la riqueza. Por eso mi lema es: “No hay reconocimiento sin redistribución”.
El segundo problema que ha señalado es el de la cosificación. Cualquier grupo o movimiento-feminismo, antirracismo, gays y lesbianas…-, en cuanto establece una política identitaria, afirma una identidad de grupo que fija y refuerza los estereotipos. El objetivo de la lucha por el reconocimiento, desde mi punto de vista, no es reforzar la identidad específica de un grupo (ya sea la identidad femenina, negra, etc.).De lo que se trata es de conseguir un estatus de igualdad, de paridad en las interacciones sociales. Es lo que llamo un modelo estatutario de reconocimiento, que contrapongo al modelo identitario.
Usted ha ido aún más lejos en su teoría de la justicia y ha añadido un tercer término: el de representación. ¿Por qué?
Hace unos diez años, me di cuenta de que este modelo de dos dimensiones (distribución-reconocimiento) era insuficiente. Me inspiré en Max Weber, que en Economía y sociedad hace una famosa distinción entre tres modelos de estratificación: la clase, el estatus y lo que él llama “partido”, el orden político.
La distribución correspondía, en mi caso, a la clase social; el reconocimiento, al estatus. Me faltaba, por tanto, una tercera dimensión que sería propiamente política y se distinguiría de la economía (la clase), y de lo cultural (el estatus): por esa razón incluí la representación.
Para comprender por qué esta dimensión política es indispensable, basta con hacer un pequeño experimento mental. Supongamos que conseguimos eliminar todas las injusticias asociadas con la denegación del reconocimiento. ¿Quedaría aún injusticia, algún obstáculo que impidiera a una parte de la gente estar representada como los demás en la vida social? Sí. Desde el momento en que tenemos un sistema político que niega sistemáticamente el acceso a la representación política de ciertos grupos que, en consecuencia, no pueden ver nunca sus ideas debatidas en el Parlamento. Por ejemplo, en el sistema estadounidense, donde, como se suele decir, the Winter takes all (el ganador se lo lleva todo).
Dicho de otro modo, la injusticia persiste en un sistema político que no es proporcional. Pero sobre todo me ha guiado la cuestión de la globalización y de las injusticias transnacionales. Porque la representación no se plantea sólo en un ámbito nacional.
Finalmente, usted habla de “justicia anormal”. ¿Qué entiende por ella?
Mi trabajo actual se centra en lo que llamo “injusticias de desencuadre” (misframing), es decir, las que se producen cuando no se utiliza el punto de vista correcto para abordar una cuestión de justicia. Le pongo un ejemplo. Algunos sindicatos canadienses insisten en que su estado no autorice la importación de productos fabricados en países que no tienen leyes duras para la protección del medio ambiente y de los trabajadores. Pero otros sindicatos, representantes de los trabajadores del tercer mundo, replican que sus países no pueden respetar esas normas que exigen los canadienses. Insistir en el respeto de esas normas equivale a promover un proteccionismo injusto y a lesionar sus intereses.
Esta cuestión se debate en América del Norte, pero también en un espacio público transnacional. Los sindicalistas canadienses insisten en que se trata de una cuestión política; los del tercer mundo alegan que se trata de un problema económico que no concierne sólo a una comunidad nacional sino, más ampliamente, a la clase trabajadora de todos los países. ¿Entonces quiénes son los sujetos legítimos de la justicia? ¿Los canadienses? ¿El mundo entero? Ni siquiera hay acuerdo sobre los propios términos de la justicia. Es lo que llamo “justicia anormal”.
Estamos en una situación nueva que reclama nuevos modos de pensar. En las democracias sociales, tras la Segunda Guerra Mundial, se suponía que la justicia era, en primer lugar, un problema de distribución y que era un asunto nacional que concernía a los ciudadanos del Estado-nación. Hoy, muchos desacuerdos se centran en “qué es” la justicia (reconocimiento, redistribución, representación política…), pero también en “quién” debe ser tenido en cuenta.
¿Es la suya una teoría trágica que muestra que hay posiciones irreconciliables y que tal vez es imposible construir una teoría única de la justicia, o es una teoría que espera una solución?
Mi teoría de la justicia anormal tiene un lado bueno y un lado malo. La parte positiva es la apertura a concepciones diferentes de la justicia, a varias escalas, aunque sea de un modo conflictivo. El lado malo es nuestra reducida capacidad para lograr realmente una solución legítima y eficaz de las injusticias. No aspiro ni a celebrar la anormalidad como un nuevo estado de liberación ni tampoco tengo prisa por encontrar una nueva norma. Toda nueva norma tiende a excluir algo. En cualquier caso, hoy tenemos la suerte de que estamos desarrollando una noción más reflexiva de la justicia.