La filosofía nunca ha tenido fácil abrirse paso en el sistema educativo. Sin embargo, de una u otra forma, con menor o mayor presencia lectiva, su necesaria comparecencia siempre se ha hecho valer. Si se enseña como disciplina abierta al insoslayable diálogo y al encuentro activo con las ideas del pasado y las problemáticas del presente, la filosofía se convierte en una escuela de libertad dentro de colegios, institutos y universidades.
En una sociedad crecientemente digitalizada, en la que los patrones de rapidez y aceleración afectan y contaminan todos los órdenes de la vida, sobre todo en la población más joven, debemos acostumbrar a niños y adolescentes a pensar por sí mismos en un escenario dominado por la polarización, la demagogia, la mentira sin tapujos y la espectacularidad. La paciencia cognitiva que exige la filosofía para reflexionar pausadamente nos introduce en ritmos distintos de los acostumbrados, en un paréntesis que ofrece, a los más jóvenes pero también a los adultos, un lugar desde el que poder pensar, hablar y disponerse a actuar. La filosofía en la educación muestra el valor de no dejarse adocenar por los estándares hegemónicos, por lo acostumbrado o establecido, y siembra en los estudiantes el coraje de la duda, que los acompañará para siempre en una sociedad dominada por respuestas definitivas y asfixiantes y en la que cualquier atisbo de disidencia es señalado como un elemento amenazador. Muy al contrario, la violencia comienza con la imposición de una única forma de pensar, de ser, de actuar.
En una cultura que promueve, mediante diversos dispositivos disciplinantes, la desafección cívica y la manipulación emocional, el papel de la filosofía en la educación cobra una función central, porque dota al estudiantado de un sentido de pertenencia a la polis. Esta conciencia de lo común que promueve el pensamiento comprometido con la realidad nos insta a tomar conciencia de- y a no olvidar jamás- nuestra responsabilidad individual en el funcionamiento de nuestros barrios, municipios y ciudades. Aristóteles afirmó que la polis se compone de iguales (mesotés), es decir, de sujetos que se reconocen mutuamente su capacidad para hablar y actuar en igualdad de condiciones, desde el mismo promontorio existencial. Alcanzar esta igualdad depende, por supuesto, de las decisiones de las instancias políticas institucionales, pero también de los lazos de cooperación y solidaridad generados entre los miembros de una sociedad. Ambos procesos están coimplicados. Una filosofía de la resistencia, como pensar comprometido y emancipador, incita a la ciudadanía a pujar por la equidad y la igualdad que nos ponen en condiciones de desarrollar nuestras respectivas potencias y capacidades, y permite, además, que nadie deba dejar de pensar porque tenga que ocuparse con urgente necesidad de su supervivencia. En una de las últimas cartas de Schopenhauer, dirigida a dos jóvenes estudiantes que le habían pedido consejo, incitaba a confiar siempre en la filosofía, que es una luz incandescente en la oscuridad. Y, ante todo, un modo de estar en la realidad que nos aleja del adormecimiento emocional y que nos invita a la resistencia intelectual.
La filosofía nos invita a permanecer despiertos- o a no caer sedados- en un entorno que nos anestesia e idiotiza a través de una aceleración de todos los procesos vitales y que no nos deja tiempo para reflexionar sobre el modo en que estamos viviendo. El valor de la filosofía consiste en no guardarse ningún interrogante en el corazón, en defender y mostrar públicamente la valentía para preguntar en un escenario donde las respuestas son múltiples y dogmáticas, pero donde se señalan como sospechosas la duda o la discrepancia razonadas. El ejercicio crítico de la filosofía es hoy una resistencia frente al dominio de la rapidez, del estrés, del ruido, de la polarización y de la lógica digital. En definitiva, la filosofía es la disciplina que nos permite reapropiarnos de nuestra atención y que nos empuja a resistir a los imperativos de nuestro tiempo, lejos de caer seducidos por las lógicas disciplinarias que nos piden ser funcionales, resilientes o adaptativos.
[…]María Zambrano señaló que existe un peligro en vida mucho más decisivo que el de la propia muerte. Ese peligro es el de dejarse resbalar por la vida, como si no tuviéramos una responsabilidad individual por intervenir en cuanto ocurre en el mundo. Existen dos formas de habitar nuestra circunstancia. Una de ellas es la indiferencia, que nos hace cómplices de los acontecimientos, y con ella el oneroso silencio, que no se atreve a denunciar las injusticias o vergüenzas de nuestro tiempo y que además nos encapsula en el privatismo. La otra actitud posible es la del compromiso, o lo que es lo mismo, asumir que nuestras acciones y palabras pueden ser decisivas para lo mejor y para lo peor.
Renunciar en la enseñanza reglada a la filosofía, que es un sincero ahínco por saber siempre más y un motor para la acción responsable, significa dejar a un lado el ejercicio consciente de nuestra atención, hoy puesta en venta y con la que se trafica en las cloacas del gobierno emocional. Por ello, renunciar a la filosofía es dejar de atender deliberadamente a nuestra realidad, y privar a nuestros jóvenes de la posibilidad de hacerlo. Pensar nuestra circunstancia no debería ser un privilegio de intelectuales o especialistas. Pensar ha de ser un derecho ejercido por toda la ciudadanía desde la independencia intelectual y la autonomía emocional. Para ello, necesitamos una educación comprometida con las humanidades que nos empuje a ser dueños de nuestra propia libertad. Expulsar las humanidades- y las ciencias de base en beneficio de las ciencias aplicadas- de la educación y sustituirlas por asignaturas como “emprendimiento”, “gestión emocional” u “orientación empresarial y laboral” solo prepara a nuestros niños, adolescentes y jóvenes para normalizar y normativizar su condición de consumidores que han de servir imperativamente a un sistema productivo que no les permite la posibilidad de cuestionar su funcionamiento y sus dinámicas. Los transforma en individuos sedados desde edades tempranas que no pueden contar con las herramientas intelectuales suficientes para reflexionar sobre los prejuicios en los que están creciendo y de los que su vida se está nutriendo- y en la que se está consumiendo a medida que ellos mismos se convierten en nada más que consumidores.
Por otro lado, hoy asistimos a la tiránica imposición de la “competencia digital” en las aulas, Se ha introducido, con peligrosa normalidad, un modo de enseñar que privilegia las dinámicas y los ritmos propios de la esfera digital: versatilidad, pantallización, rapidez y, sobre todo, estimulación constante del estudiantado, al que se debe tener permanentemente entretenido mediante técnicas de gamificación o ludificación. Las clases magistrales quedan desterradas de esta nueva pedagogía, por considerarse un método vetusto e incluso reaccionario que no se adecua al compás del progreso tecnológico. Escuchar, atender y comprender se considera hoy retrógrado, insuficiente, conservador. En el Libro VIII (cap. 4) de la Política de Aristóteles, leemos que enseñar a leer y escribir a los jóvenes no es solo una actividad con un fin útil, sino también y sobre todo una ocupación “libre y bella”, y es que “buscar en todo la utilidad es lo que menos conviene a las personas libres”. También Horacio, poeta latino del siglo I a.C., declaró que la constante búsqueda de lucro y de bienes materiales, así como jactarnos frente a los demás de nuestro poder adquisitivo, nos esclaviza al someternos a un espejismo de libertad- identificada con el boato y la ostentación-: las sociedades que solo anhelan el provecho económico, sostenía Horacio, se condenan a la expropiación de su tiempo de ocio en pos de un ideal de progreso impregnado por la bicoca del progreso económico y del crecentismo, y nos empuja a la desaparición de la posibilidad de ejercer el derecho para entregarnos a la ociosidad, a la contemplación, al silencio, al desarrollo de un juicio propio no contaminado por los prejuicios hegemónicos.
Debemos plantearnos con urgencia si hemos renunciado de manera definitiva y voluntaria a nuestra libertad, y en nombre de qué o de quién. La coacción, el afán productivo, el apremio, el multiasking y la eficacia, características propias del ámbito laboral, así como los patrones cognitivos y conductuales de la esfera digital (inmediatez, gratificación meliflua y permanente, vida fluida), imponen hoy las cadencias de nuestra existencia y recetan los estándares educativos de la pedagogía de las habilidades y las competencias, de forma que las condiciones del sistema productivo- que disfrazan la autoexplotación bajo capa de falsaria libertad de acción- han acabado por imponerse hasta el punto de que la ciudadanía termina por sentirse cansada, exhausta, abatida y sola. Y pensando que las cosas solo pueden- y deben- ser así. La aceleración y la continua ocupación nos encandilan con una fingida sensación de libertad: a cambio de experiencias intrascendentes, efímeras e incesantes, nos otorga la atractiva promesa de un interminable y seductor siempre-volver-a-comenzar. En virtud del inagotable y enloquecido ritmo de lo digital, nuestra vida se ve impulsada hacia un futuro de anhelada plenitud que, empero, nunca llega, si bien esta insatisfacción se mitiga con la esperanza de que, tras cualquier final, siempre- podemos-volver-a-comenzar. Se trata de la renovación contemporánea del mito de la rueda de Ixión o del barril de las Danaides: un eterno retorno de lo absurdo en cuya vacua repetición s encuentra el sentido. La rapidez de todos los procesos de nuestra vida nos ceba- como si de fast food se tratara- de un modo tal que nunca nos vemos saciados, pero, misteriosamente, nos sentimos colmados de vacuidad y fruslerías, nutrientes muy poco saludables. Es curioso que todos declaremos ser muy conscientes de esta dinámica de trivialidad y vaciedad (el scrolling infinito, permanecer enganchados durante horas a TikTok o a los reels o stories de Instagram, consultar con compulsión nuestro teléfono), y a la vez nos autodeclaramos del todo incapaces de romper esa adictiva corriente por la que quedamos instrumentalizados, dirigidos y sedados.
La pregunta que desde el ámbito educativo y desde las familias nos debemos hacer resulta insoslayable: ¿depende de nosotros cortocircuitar esta marcha del mundo? Mi respuesta es que sí. Y lo defiendo sin disimulo: la posibilidad de detener y poner límites a la aceleración, pantallización, automatización y mecanización de la existencia está en nuestras manos, en las acciones cotidianas de cada una y cada uno de nosotros. No hay que caer en la ingenuidad ni desdeñar la útil labor de la tecnología en nuestra cotidianidad o en procesos de investigación médica o científica. Ahora bien, la cuestión radica en la necesidad de acomodar todos los procesos de nuestras vidas a las dinámicas propias de los dispositivos digitales. La tesis que aquí quiero defender es que la dependencia de la tecnología es autoinflingida y que, por tanto, hay lugar para una libre resistencia: como sucede con cualquier otro hábito, quedamos subyugados a los aparatos y a sus modos de operar de forma voluntaria. El zombi digital no llega a serlo porque se le haya inoculado un virus, sino porque, de manera deliberada y progresiva, ha consentido convertirse en un sujeto sedado, estéril y aturdido. Indiferente e indolente. La clave del asunto no se asienta en le hecho de que los dispositivos electrónicos nos mantengan entretenidos, sino que hemos dejado que secuestren nuestra capacidad para percatarnos de ello, raptando nuestra atención. Y lo han hecho porque queremos.
F. Schiller redactó entre 1793 y 1795 sus hermosas Cartas sobre la educación estética de la humanidad, donde desarrolló un profético análisis de nuestra situación contemporánea. Schiller, humanista y poeta, estaba convencido de que no podemos estar en disposición de alcanzar la felicidad si no es a través de la contemplación de la belleza y la práctica de la libertad, y para obtenerlas es necesario, sobre todo, aprender a -y recordar que podemos- desencadenarnos de los impulsos sensibles, de la impresión y la tiranía del momento, que catalogó como “la más terrible esclavitud”. Y añadía, con atinada precisión: “En la actualidad impera la necesidad y su yugo tiránico somete a la humanidad postrada. La utilidad es el gran ídolo de nuestra época, y a él deben complacer todos los poderes y rendir homenaje a todos los talentos”. Schiller estaba persuadido de que la sensibilidad para captar la belleza y el desarrollo de las potencias espirituales del ser humano son la única senda posible por la que podemos encaminarnos hacia la libertad.
De media, consultamos el teléfono móvil unas ciento cincuenta veces al día. Cada día. El preocupante problema no es que con esta merma atencional se pierda nuestra eficacia. El auténtico drama es lo que dejamos de hace mientras permanecemos anclados a las pantallas y las maneras y formas que estamos perdiendo y olvidando con la introducción de la esfera digital en nuestras vidas. Hemos descuidado el tiempo de la detención y la contemplación.
[…] La propuesta que aquí defiendo es clara y terminante: una educación sin una carga lectiva considerable en humanidades nos entrega al vasallaje intelectual y emocional. Si la educación se convierte en esclava de la productividad, la rentabilidad, la eficiencia y la utilidad, estaremos educando para producir sujetos sedados y serviles. El conocimiento no puede ni debe estar al servicio exclusivo del mercado laboral y sus expectativas; el conocimiento ha de fomentar, ante todo, la crítica y la autonomía y, de su mano, la forja de un pensar independiente y potencialmente disidente. Una educación que solo enseña lo útil solo sirve para servir- a los intereses económicos y políticos de turno-. Resulta muy llamativo que cuanto más se intenta expulsar de la educación a las artes, la filosofía, la música, las ciencias básicas y, en general, a las humanidades, más precisamos de su auxilio. Su falta siempre crea su inapelable y apremiante necesidad. Y ese es su vigor, su ineludible vigencia. Son en y por ellas, a través de las humanidades, como sostuvo Schiller, mediante las que pasamos de ser esclavos a legisladores de nuestra propia libertad.
Los estudios también apuntan a que los dispositivos electrónicos, tan expuestos a la esclavitud multiasking, son más proclives a fomentar una superficial divagación y la falta de concentración consciente, frente a medios educativos más tradicionales como los libros. Por eso también defiendo aquí que volver a los libros en papel es un ejercicio de resistencia. El libro no es un objeto pulido, perfecto y sin mácula, como sí lo son las pantallas: los libros físicos guardan relación con la piel humana, que puede magullarse y que está sujeta a los vaivenes del paso del tiempo, es porosa y sensible a los condicionantes del entorno. Además, las pantallas fomentan la impaciencia cognitiva, de manera que los estudiantes intentan aminorar el tiempo de concentración y esfuerzo intelectual acudiendo a las fuentes más concisas y concentradas, poniendo el foco en la rapidez con la que pueden acceder a la información que buscan. Al contrario, los libros demandan un trato más pausado con la realidad y con ello ralentizan nuestros modos acelerados de vivir. Escribir con la mediatización de dispositivos electrónicos o leer menos desarticula nuestras habilidades cognitivas y, además, depaupera nuestra relación y contacto con el mundo. Libros, papel y bolígrafos son objetos que podemos tocar y ser tocados y afectados por ellos. Al igual que nosotros, guardan sus propias cicatrices, que son las del paso del tiempo: se trata de las heridas de la belleza causada por la imposible perfección. Como he defendido a lo largo de este libro, el uso de la tecnología no es neutral: puede que nos conecte más, pero también nos aleja de una relación significativa con el mundo.
A la contra de un enfoque centrado en el desarrollo de habilidades, destrezas y competencias destinadas a ser desplegadas en el futuro ámbito laboral del estudiantado, una filosofía de la resistencia ampara una vuelta a la importancia del conocimiento (del qué) por encima de la utilidad (del para qué). Como escribió H. Hesse, “nuestra educación se ha esforzado por arrebatarnos la libertad y la personalidad y por meternos desde la más tierna infancia en una situación de forzoso trajín y sin una pausa de respiro, y se ha producido una decadencia y una falta de ejercicio de la ociosidad”. Volver a otorgar la relevancia debida al conocimiento significa reapropiar a los adolescentes de la posibilidad para cuestionar las garras de la sedación y del gobierno emocional. Si transformamos los colegios e institutos en espacios donde se prepara exclusivamente para el mercado laboral, el alumnado pierde de vista el valor del saber y poner su atención en la utilidad, en el “para qué” de lo que aprende, dejando así de lado la importancia del conocimiento para su desempeño no solo laboral, sino también vital, emocional y anímico.
El miedo que nos transmiten la dictadura felicifoide y las técnicas disciplinarias de la emoticracia solo puede combatirse con la pasión por conocer. Por eso, la más innovadora mejora educativa que puede implementarse es hacer pervivir y transmitir el valor del conocimiento para eludir las cadenas autoimpuestas de la indiferencia. El conocimiento es la auténtica resistencia.
(Carlos Javier González Serrano. Una filosofía de la resistencia. Editorial Destino. Barcelona. 2024)