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Escrito por (Oliver Franklin-Wallis. VERTEDERO. Capitán Swing Libros. Madrid. 2024)
Creado: 23 Junio 2025
Visto: 1359

[…]Hay un viejo refrán en la ciencia ambiental que dice: “La solución a la contaminación es la dilución”. Los orígenes de este eslogan son oscuros, pero la idea que esconde es antigua. En el mito griego, cuando Euristeo le encomienda a Heracles (o Hércules) la odiosa tarea de limpiar los establos de Augías, el héroe lo hace redirigiendo dos ríos cercanos para que limpien la suciedad. Desde que tenemos desechos que eliminar, hemos dependido del agua para limpiarlos o al menos para apartarlos de nuestra vista. Es solo una pequeña simplificación decir que esta actitud describe nuestro enfoque regulatorio relativo a la contaminación durante la mayor parte de la historia humana, que persiste incluso a día de hoy.

Como cualquier buen mito, la máxima de la dilución hunde sus raíces en la verdad. Abandonados a su suerte, los ríos y los océanos son, hasta cierto punto, autodepuradores: los microbios en la columna de agua descomponen la materia orgánica, que las algas pasan a devorar. Los micro y los macrófagos trituran los patógenos. Los sistemas de raíces, las hierbas y otras plantas filtran y secuestran ciertos contaminantes, incluso algunos metales. (Algunas plantas son tan eficaces que existe un campo entero, la fitorremediación, dedicado a usar plantas para limpiar desastres ambientales). Con el tiempo, los ecosistemas tienden hacia una especie de equilibrio dinámico, pero si se altera, por ejemplo, con una oleada masiva de desechos antropogénicos, se atraviesa un punto crítico.

La máxima de la dilución está vinculada a otra: que “la dosis hace el veneno”. Esta observación, atribuida al médico y filósofo suizo Paracelso, es el precepto fundamental de la toxicología. Dos paracetamoles aliviarán una resaca, mientras que doscientos podrían matarte. Aplicado a la naturaleza, este concepto se llama a veces “capacidad de asimilación”: cuánta contaminación puedes arrojar a un ecosistema (o, digamos, un cuerpo humano) hasta que el ecosistema ya no pueda gestionarla. Con este principio rector, los Gobiernos han establecido durante décadas límites autorizados para varios contaminantes en el agua potable. En el Reino Unido, por ejemplo, el agua potable puede contener un máximo de 50 microgramos por litro de cianuro, 5 microgramos de cadmio y 0,030 microgramos de los pesticidas aldrín y dieldrín, ambos carcinógenos prohibidos. Cualquier cantidad por debajo de estos límites se considera segura. Max Liboiron, especialista en geografía y residuos, lo llama “teoría del umbral”.

La teoría del umbral está plagada de problemas. Por un lado, supone lo que Liboiron describe como una relación colonial son la tierra, los ecosistemas y las poblaciones indígenas; los desechos químicos bombeados a un río pueden envenenar a quienes se encuentran río abajo, por ejemplo. No tiene en cuenta los impactos acumulativos- todas las formas en que estamos expuestos a los productos químicos, ya sea a través de los alimentos, la piel y el aire- ni la espinosa cuestión de cómo los productos químicos interactúan y se combinan tanto en la naturaleza como dentro del cuerpo. Es políticamente tendenciosa: con frecuencia los legisladores ignoran ciertos contaminantes económicamente beneficiosos, como los fertilizantes basados en nitrógeno y fósforo, cuya escorrentía ha contribuido a la creación de zonas muertas carentes de oxígeno en ríos y océanos de todo el mundo. Además, como Liboiron menciona, el principio fundamental de la teoría del umbral no es tanto eliminar la contaminación como establecer cuánta contaminación se permite, dónde y por parte de quién.

Luego está la complicada cuestión de calcular los propios límites. Muchos de los umbrales “seguros” que tenemos, como los del plomo y el mercurio, se han revisado periódicamente a la baja a medida que han surgido nuevas pruebas de su toxicidad; en 2021, por ejemplo, la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria propuso nuevos estándares de seguridad para el bisfenol A que son cien mil veces más bajos que el límite anterior.

Históricamente, los legisladores en materia medioambiental trabajaron sobre el supuesto de la seguridad, es decir, los productos químicos se aprobarían a menos que hubiera pruebas irrefutables de su daño. Lamentablemente, cuando el Gobierno de Estados Unidos aprobó su Tox Substances Control Act (Ley de Control de Sustancias tóxicas) en 1976, dio carta blanca a alrededor de 62.000 productos químicos que ya estaban en circulación, lo que significa que nunca se evaluó la toxicidad de la mayoría. (Esta ley se enmendó por fin en 2006). Hoy, hay alrededor de 86.600 sustancias químicas registradas en la EPA, de las cuales se afirma que unas 42.000 están “activas” en el mercado. De todas ellas, el Gobierno de Estados Unidos solo ha reunido pruebas suficientes para prohibir o restringir catorce. (A modo de comparación, la Agencia Internacional para la Investigación sobre el Cáncer enumera en la actualidad doscientas catorce sustancias químicas como “carcinógenas” o “probablemente carcinógenas” para los humanos, y otras 320 como “posibles” carcinógenas). Probar la toxicidad de una sustancia química es un proceso costoso y difícil. Estamos expuestos a miles de sustancias químicas todos los días. ¿Cómo se puede medir el efecto de una sola? Además, cuando se prohíben las sustancias, la industria química tiene la costumbre de ir sustituyéndolas por compuestos casi idénticos que luego resultan también tóxicos (sustituyendo, por ejemplo, pesticidas de la era del DDT por neonicotinoides que acaban con las abejas).

El antiguo abordaje de asumir que todo es seguro está cambiando con lentitud. En 2006, la Unión Europea aprobó una ley conocida como REACH, donde se insta a las empresas que operan en Europa a que presenten datos de seguridad tanto para los productos químicos nuevos como para los existentes en su producción en masa. Se registraron alrededor de 23.000 productos químicos, de los cuales la Unión Europea actualmente clasifica 224 como “sustancias extremadamente preocupantes”. No ha sido un proceso sencillo. REACH se ha criticado por ser lenta e ineficaz, mientras que una revisión de 2019 realizada por la Oficina Europea de Medioambiente encontró que, de los dos mil expedientes de seguridad evaluados hasta el momento, el 70% no cumplía con los requisitos legales y el 64% de las propuestas de las empresas químicas “carecían de la información necesaria para demostrar la seguridad de los productos químicos comercializados”

¿Cuántos productos químicos circulan por nuestro medioambiente? La realidad es que no lo sabemos con certeza. A menos que se sepa que una sustancia es tóxica, tendemos a no realizar pruebas para detectarla. Un estudio reciente que intentó examinar 22 inventarios químicos existentes en todo el mundo, llegó a la cifra de 350.000 sustancias químicas conocidas registradas en la actualidad para su producción y uso en todo el mundo, una cifra que aumenta con rapidez. De hecho, algunos científicos sostienen que ya hemos superado el “umbral planetario” de los contaminantes químicos, momento en el que la cantidad de sustancias tóxica en circulación empieza a amenazar la totalidad de los procesos ecológicos de todo el planeta. No solo hemos envenenado el pozo, sino que ahora nadamos dentro de él.

(Oliver Franklin-Wallis. VERTEDERO. Capitán Swing Libros. Madrid. 2024)

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