En el foro The Workplace Forum un padre soltero explicaba una historia: este hombre trabajaba desde casa actualizando una base de datos de clientes desde hacía un años y medio. Era un trabajo que debería ocuparle cuarenta horas semanales, pero había desarrollado una macro para la hoja de cálculo que le permitía hacer esa tarea en una o dos horas. Llevaba seis meses disfrutando de mucho tiempo libre, pero no sabía si debería decírselo o no a sus jefes.
Por un lado, era consciente de que mentía. De vez en cuando incluso incorporaba algún error a mano para que nadie sospechara. Pero, por otro, temía que, en lugar de ascenderle o recolocarle por haber encontrado una forma eficiente y barata de hacer su trabajo, le despidieran por haberse vuelto innecesario. Es más, en caso de que hubiera más trabajadores haciendo su misma tarea, sería responsable de su despido.
Las respuestas en el foro se planteaban si le habían contratado por trabajar un número de horas o por unos resultados. En el primer caso, está claro que su comportamiento no es ético: él tiene que trabajar ocho horas diarias para la empresa y si su trabajo no le lleva tanto tiempo, tendría que pedir más faena, aun a riesgo de que supusiera la posibilidad de perder su empleo.
Pero si le hubieran contratado para hacer una tarea concreta, como si se tratara de una empresa externa o de un freelance, no estaría haciendo nada malo. El tiempo y el método empleado es su problema, del mismo modo que (en este caso) también lo sería si necesitara más horas de las acordadas.
El problema es que las empresas suelen pagar a sus empleados por ambas cosas: por los resultados y por las horas. Esperan que hagamos nuestro trabajo y, si nos sobra tiempo, que asumamos también otras tareas dentro de nuestras competencias. Como este es el cuerdo al que probablemente ha llegado el trabajador, no queda más remedio que deducir que no está haciendo lo correcto. De acuerdo con lo que él dice, es un empleado, no una empresa que provea unos servicios a cambio de unas tarifas.
Alguno podría sugerir que su primera obligación es con su familia y, por tanto, que mentir a una empresa en apariencia bastante incompetente parece un precio ético apropiado a cambio de alimentar a su hijo y de pagar el alquiler.
Pero esta excusa es dudosa porque, a fin de cuentas, su hijo tendrá prioridad en casi cualquier situación: “Estoy defraudando a Hacienda porque tengo un hijo”, “he atracado un bando porque tengo un hijo”.
De hecho y en todo caso, su hijo debería ser la razón por la que adoptara un comportamiento aún más ético:”No he defraudado a Hacienda porque si acabara en la cárcel, nadie cuidaría de él”. O “he sido honesto en el trabajo porque es más seguro mantener mi empleo y seguir cuidando de mi hijo”.
Pero el empleado no es el único con obligaciones éticas: la empresa también las tiene hacia este trabajador. Si un trabajador mejora sus procesos y ahorra esfuerzos, la compañía no debería agradecérselo con un despido. Quedarse con ese empleado sería además la opción inteligente, ya que esta persona parece albergar potencial para, al menos, mejorar los procesos de una compañía con pinta de anticuada. Eso sí, es significativo que el trabajador y muchos foreros dudan del comportamiento de la empresa: muy a menudo damos por sentado, no sin razón, que nuestros empleadores no aprovechan nuestro trabajo, sino que se aprovechan de él.
Otra cuestión es si deberíamos seguir trabajando cuarenta horas semanales. Lo hacemos como si esa cantidad fuera un imperativo genético o religioso, y no simplemente un acuerdo al que se llegó hace un siglo y que, probablemente, ya está obsoleto. David Graeber, antropólogo y profesor en la Universidad de Londres, explica que si trabajamos cuarenta horas (o más), pese a todos los avances tecnológicos, es porque muchos tenemos empleos “falsos” o absurdos (coordinadores de visión estratégica, asesores de recursos humanos, analistas legales, etc.) Según Gareber, “incluso quienes ocupan esos puestos están convencidos en secreto, la mitad de las veces, de que no contribuyen en nada a las empresas”.
El capitalismo habría seguido su propia versión de la ley de Parkinson. Esta ley, enunciada por el historiador británico Cyril Northcote Parkinson en 1957, dice que el trabajo se expande hasta llenar el tiempo disponible para llevarlo a cabo. Si me dan ocho horas para terminar una tarea, tardará ocho horas. Si me dan seis, lo acabará en seis. Si me dan cuatro semanas, será entonces cuando la termine. Los puestos de empleo también se expandirían hasta llenar el mercado laboral con tareas que no aportan nada más que rotación de personal y de dinero.
No tendría por qué ser así; la tecnología nos podría permitir trabajar menos horas y conservar nuestros sueldos, ya que los ingresos de la empresa no tendrían por qué variar. Por supuesto, no es tan sencillo y depende de cada empleo y sector, ya que algunos sí que desaparecen y otros surgen de la nada. En todo caso, lo que plantea Graeber es que hemos montado una especie de estafa piramidal, pero con empleos, en la que todos pierden (incluso la empresa).
El problema es más grave de lo que parece. Ya no es solo que una economía dependa de empleos absurdos y que perdamos horas que podríamos dedicar a tareas más satisfactorias, sino que, al no encontrar una utilidad directa, cada vez es más difícil que nos sintamos orgullosos de nuestros trabajos. Evidentemente, no todos podemos ser médicos, bomberos y policías que salvan vidas, pero si tenemos que trabajar ocho horas al día, consuela pensar que puedan ayudar a alguien al ofrecer un servicio o un producto con alguna finalidad significativa. Sin embargo, el único objetivo de muchos empleos parece ser la demostración de que todo el mundo puede trabajar cuarenta horas semanales en una sociedad capitalista.
En su libro Trabajos de mierda, el sociólogo amplía estas ideas con decenas de testimonios que revelan esta insatisfacción incluso a pesar de que están cobrando por no hacer nada o casi nada, cosa que de entrada suena incluso agradable. Eso sí, la gran parte de los testimonios son de seguidores suyos de Twitter, por lo que habría cierta predisposición a estar de acuerdo ya de entrada, como el propio autor reconoce.
En todo caso, no es de extrañar que a menudo sintamos que perdemos más el tiempo cuando trabajamos que cuando miramos chorradas en Facebook durante media hora: al fin y al cabo, Facebook nos sirve para mantener el contacto con gente a la que apreciamos, que no es poco, mientras que nuestro trabajo a lo mejor solo sirve para que tengamos trabajo, que tampoco es poca cosa, pero que desde luego no tiene muchos sentido. La cifra de cuarenta horas es, pues, arbitraria y renegociable. Y no tiene sentido que mantengamos sin revisar un acuerdo al que se llegó a finales del siglo XIX. Ya mucho antes de la informática e internet, en 1932, Bertrand Russell proponía una jornada laboral de cuatro horas diarias. En su Elogio de la ociosidad, donde también alerta del daño que se ha hecho al hablar de “la virtud del trabajo”, escribía que en esas cuatro horas se podría hacer lo suficiente (y más) para construir edificios, para que los supermercados estuvieran abastecidos y para que los médicos pudieran atender a los enfermos.
El tiempo libre podríamos dedicarlo a ese mismo trabajo, si nos gusta, o a atender necesidades que nos parezcan más importantes: “Toda persona con curiosidad científica podrá satisfacerla, y todo pintor podrá pintar sin morirse de hambre, no importa lo maravilloso que puedan ser sus cuadros”. También podría dedicar esas horas a su familia o, incluso, desperdiciarlas. Es su tiempo, no el nuestro ni el de la empresa. Aun así y en opinión de Russell, estos últimos serían una minoría y, en todo caso, esta pérdida de tiempo se vería más que compensada por los beneficios obtenidos.
“Sobre todo, habrá felicidad y alegría de vivir- escribía el británico, en lugar de nervios gastados cansancio y dispepsia. El trabajo exigido bastará para hace del ocio algo deliciosos, pero no para producir agotamiento. Puesto que los hombres no estarán cansados en su tiempo libre, no querrán solo distracciones pasivas e insípidas. Es probable que la menos un uno por ciento dedique el tiempo que no le consuma su trabajo profesional a tareas de algún interés público y, puesto que no dependerá de tales tareas para ganarse la vida, su originalidad no se verá estorbada y no habrá necesidad de conformarse a las normas establecidas. Pero no soso en estos casos excepcionales se manifestarían las ventajas del ocio. Los hombres y mujeres corrientes, al tener la oportunidad de una vida feliz, llegarán a ser más bondadosos (…) Los métodos de producción modernos nos han dado la posibilidad de la paz y la seguridad para todos; hemos elegido, en vez de esto, el exceso de trabajo para unos y la inanición para otros. Hasta aquí, hemos sido tan activos como lo éramos antes de que hubiese máquinas; en esto, hemos sido unos necios, pero no hay razón para seguir siendo necios para siempre”
Es decir, en estas circunstancias podríamos seguir lo que propone Aristóteles en Ética a Nicómaco: si trabajamos es para disfrutar del ocio, del que depende la felicidad. Este ocio aristotélico se refiere a una actividad valiosa por sí misma, como puede ser cualquier de las que mencionaba Russell. Se opone al trabajo, que es una actividad instrumental, es decir, que solo servirá como medio para conseguir un fin. La mayor parte de nuestros empleos pertenecen a esta segunda categoría. Aunque se insista en presentarlos como de la primera con discursos sobre la realización personal y la contribución a la sociedad, es evidente que esto último se lograría de forma más plena en una sociedad que hiciera más caso a Russell y a Aristóteles.
(Jaime Rubio Hancock. ¿Está bien pegar a un nazi? Libros del K.O. Madrid. 2019)