Hay un cuento que millones de niñas del mundo han oído alguna vez. Es la historia de Caperucita Roja, una jovencita ingenua y confiada que se encontró con los peligros de los que las niñas que escuchan el cuento tienen que aprender a protegerse. Caperucita es, como todos los cuentos tradicionales, un relato oral que posteriormente fue transcrito por alguien que quería compilar estas tradiciones populares. Quien primero lo hizo, en 1697, fue Charles Perrault, un escritor francés del siglo XVII que escuchó esta narración de la zona norte de los Alpes. En el siglo XIX los hermanos Grimm volvieron a versionarlo y desde entonces es uno de los relatos infantiles más famosos y conocidos.
La madre de Caperucita envía a la niña a casa de su abuelita enferma para llevarle una cesta con comida. Para llegar a su destino, la joven ha de atravesar el bosque que separa los dos pueblos y a medio camino se encuentra con el lobo. La niña, ingenua, habla con un desconocido y se cree sus palabras. Como ella es confiada, el lobo la engaña. En algunas versiones del cuento, le sugiere que le lleve flores a su abuela y la niña se distrae haciendo un ramo; en otras, el lobo le propone una carrera y manda a Caperucita por el camino más largo. Después de haberle dado información sobre adónde va y dónde vive su familia, el lobo se come a su abuela y espera a Caperucita, disfrazado, en la cama de la anciana. En la versión de Perrault, tras llegar al cuarto Caperucita se desviste y se mete en la cama con su abuela, lo que hace el cuento mucho más explícito que la versión de los hermanos Grimm. La niña se ha metido en la cama con un desconocido que la quiere devorar y ella le pregunta por el tamaño de algunas partes de su cuerpo, lo que remite de forma velada a que va a ser agredida sexualmente.
En algunas versiones del cuento anteriores a su primera transcripción, el lobo invita a la niña a comer carne y beber sangre, y ella accede sin saber que son los restos de su propia abuela. El canibalismo aumenta el pecado que el lobo hace cometer a la niña. Además, aunque en la versión del siglo XIX la historia tiene un final feliz, en su primera forma el cuento acaba cuando Caperucita es devorada por el lobo. El asunto se zanja con esta nítida y explícita moraleja de Perrault: “Aquí vemos que la adolescencia, en especial las señoritas, bien hechas, amables y bonitas no deben a cualquiera oír con complacencia, y no resulta causa de extrañeza ver que muchas del lobo son la presa. Y digo el lobo, pues bajo su envoltura no todos son de igual calaña: los hay con no poca maña, silenciosos, sin odio ni amargura, que en secreto, pacientes, con dulzura van a la zaga de las damiselas hasta las casas y en las callejuelas; mas, bien sabemos que los zalameros entre todos los lobos ¡ay! son los más fieros”
Caperucita es la versión más popular de una enseñanza que las sociedades patriarcales inculcan a las mujeres: hay que tener miedo. Quizá esta es una de las experiencias más generalizadas y compartidas por todas las mujeres del mundo. Hay aspectos de la desigualdad más difíciles de identificar. Las mujeres detectan más o menos los efectos de la desigualdad. El hecho de que el patriarcado sea culturalmente incorporado por hombres y mujeres implica que las propias mujeres deben aprender a mirar el mundo con las gafas del feminismo, a extrañarse del desprecio de sus jefes en las reuniones, a no aceptar las licencias sexuales que se toman sus compañeros de trabajo o de clase o, incluso, tienen que aprender que viven desde hace años soportando un maltrato por parte de su marido que no se merece. Las propias mujeres han de saber mirar el mundo deshaciéndose de los prejuicios., Pero hay alfo que es prácticamente imposible que cualquier mujer no haya sentido nunca: el miedo.
Todas las mujeres del mundo saben lo que es sentir miedo por la calle de noche, todas las mujeres, jóvenes o mayores, ricas o pobres, feministas o no feministas, han sentido que la calle no es un lugar seguro para ellas, que es como un bosque lleno de lobos. Esa experiencia universal es una de las mayores pruebas de que habitamos un mundo que aún nos pertenece menos y en el que estamos y nos sentimos en peligro. Es importante reparar en el hecho de que incluso las personas menos dispuestas a aceptar que vivimos todavía en una sociedad desigual saben que las mujeres tienen motivos para sentir miedo por la noche. Incluso los más reacios al feminismo, enseñan a sus hijas a ser precavidas y les cuentan, de unas u otras maneras, el cuento de Caperucita.
¿Cómo puede una sociedad que advierte a las mujeres sobre los peligros que entrañan los lobos no reconocer inmediatamente la desigualdad patriarcal en la que habitamos? ¿Cómo puede alguien que enseña a su hija a huir de los agresores sexuales no ser feminista? ¿Cómo podemos no preguntarnos por qué existen los lobos, quiénes son y cómo combatirlos? ¿Por qué no contamos cuentos a los niños para que no se vuelvan lobos?
Una sociedad que aconseja a las mujeres y las previene del peligro, al tiempo que normaliza la violencia sexual contra ellas, de alguna manera considera que los lobos son parte de la naturaleza, siempre estarán ahí y no es algo que deba alertarnos ni sobre lo que pedir cuentas a los hombres. Las responsabilidades, por tanto, recaen en las mujeres. Caperucita Roja es un cuento que sirve para prevenir a las mujeres de un peligro del que deben cuidarse. Las buenas chicas vuelven a casa pronto, no se entretienen ni se cuestan con hombres que se encuentran por ahí. Las malas chicas se merecen lo que les pasa porque no han aprendido la lección.
En 2016 fue secuestrada, violada y asesinada Diana Quer, una chica gallega de dieciocho años, cuyo cadáver apareció un año y medio después. Este es un caso claro de cómo la sociedad sigue culpabilizando a las mujeres por no precaverse de los peligros que supuestamente deberían saber evitar. No hablamos de algo que ocurriera hace muchos años, sino de un caso muy reciente que demuestra los prejuicios patriarcales que siguen imperando. Se dedicaron páginas de artículos y programas de televisión a hacer recaer en Diana las sospechas de no ser una buena chica. Los medios de comunicación centraron su atención e la ropa que se ponía, su estilo de vida y sus costumbres. Antena3 dedicó un programa a hablar de que fumaba, salía con chicos y “no era discreta”. Telecinco dio voz a una “experta” que afirmó que Diana Quer era “inmadura y con una autoestima muy baja”. El Mundo publicó un artículo sobre “Las otras desapariciones de Diana Quer” (todas obra suya) y Libertad Digital apuntó a su mal comportamiento con su madre en una noticia titulada “La fuerte discusión de Diana Quer con su madre y su hermana días antes de desaparecer”. La sociedad culpó a Diana de lo que le había pasado por no haber aprendido bien la lección de Caperucita, una lección que las mujeres siguen recibiendo a través de múltiples mensajes.
En 2014 fue llamativa la campaña del Ministerio del Interior para prevenir las violaciones, un rosario de consejos para las chicas, como que llevaran un silbato por la calle, cerraran las cortinas de su casa o dejaran las luces encendidas para que pareciera que había gente en la vivienda. Las autoridades del Estado dan consejos como si hubiera una verdadera situación de alarma que mereciera todas esas formas de precaución o incluso defensa, y, sin embargo, esas mismas autoridades no se preguntaban qué hacer con los agresores ni se planteaban diseñar campañas dirigidas a ellos. Si realmente tenemos un problema tan grave como para aconsejar a las chicas que salgan a la calle con silbato, si llevamos siglos leyéndoles Caperucita Roja a las niñas para que tengan cuidado, es porque hay muchos agresores sexuales, suficientes como para que suponga un problema de seguridad a la altura de una campaña así. Sin embargo, ningún gobierno que pretendiera abordar este problema de fondo, más allá de dar consejos alarmantes y enseñar a las mujeres a vivir con miedo, podría hacerlo sin plantearse las cuestiones que aborda el feminismo: la desigualdad de género y la violencia sexual contra las mujeres como algo naturalizado e integrado en la sociedad. Más allá de dar consejos que recomienden no hablar con extraños, toques de queda para las niñas buenas y silbatos para salir a la calle, cualquier sociedad democrática que pretenda defender la igualdad entre sus ciudadanos y ciudadanas debería plantearse las preguntas principales: por qué existe la violencia sexual, cuáles son sus causas y cómo abordarla desde las raíces. Cómo hacer, en definitiva, que no existan lobos.
(Clara Serra. Manual ultravioleta. Feminismo para mirar el mundo. Penguin Random House Grupo Editorial S.A.U. Barcelona. 2019)